¿Qué nos falta a los españoles para rendir más en el trabajo?

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  • El pequeño tamaño de las empresas dificulta la productividad
  • La concentración del empleo en el sector servicios es otro factor en contra
  • Los bajos salarios y la poca flexibilidad, asignaturas pendientes

El español que echa horas y horas en el trabajo con poca o nula eficiencia se ha convertido en un arquetipo tan extendido como el torero o el ligón persigue-suecas. Más allá de tópicos, lo cierto es que hace ya dos décadas que el clamor se oye desde todos los sectores: mejorar la productividad es condición sine qua non para tener un lugar en la cuarta revolución industrial que estamos viviendo.

Según la oficina de estadística de la UE (Eurostat), en 2016 la riqueza media producida por cada trabajador en España fue de 67.000 euros, cifra por debajo del promedio de la zona euro (75.000) y a años luz de los ‘cabezas de cartel’: Suecia (98.000), Finlandia (91.600), Francia (85.000) y Alemania (77.600). El margen extra que generan nuestros vecinos permite un mayor crecimiento empresarial y, por ende, más empleo, lo que se traduce en más ingresos para el Estado, que revierten a los ciudadanos en forma de servicios sociales. Los datos sonrojan aún más si se tiene en cuenta que trabajamos -o más bien pasamos en el trabajo- 352 horas más al año que los alemanes, los europeos que menos ‘calientan la silla’ (1.347 horas anuales).

La productividad es uno de los pilares sobre los que descansa la prosperidad general y el Estado de bienestar. A tenor de los datos, son evidentes nuestras carencias en este área, las cuales se enraizan en causas estructurales, pero también culturales.

El tejido empresarial: microorganismos flotando en un charco

Si acudimos de nuevo a Eurostat, en España la proporción de pymes sobre el total de empresas es del 99,9%, casi idéntica a la media europea (99,8%). Sin embargo, nuestra dependencia de ellas es mayor, ya que acaparan el 72,6% de la masa de empleados, frente al 66,6% del conjunto de la UE. Esto propicia un ecosistema débil y vulnerable «ante los cambios y turbulencias que se producen en los mercados», como reconoce el Ministerio de Economía en su informe Ipyme de 2017.

Somos un país de negocios pequeños, que no cuentan con los medios de las empresas grandes para proporcionar formación complementaria a sus empleados o seguirle el paso a la evolución tecnológica. Esta desventaja se ve agravada por el mayor peso del estrato de las microempresas (compañías con un máximo de 9 asalariados) en el empleo -el 95% del total- algo que el estudio califica como la «característica diferencial» de la población emprendedora española. España es una charca de protozoos en permanente lucha por la supervivencia, sin apenas posibilidades de invertir en su capital humano.

Las pymes crearán más de un millón de empleos en 10 años

Las pymes crearán más de un millón de empleos en 10 años

Las microempresas y pymes tienen menos capacidad de diversificar sus productos y, por si fuera poco, su exiguo tamaño dificulta además su internacionalización, lo que supone una enorme losa en un mundo cada vez más globalizado. Algo contra lo que los empleados poco pueden hacer.

Según un estudio de la multinacional Sage, la falta de productividad provoca a las pymes españolas pérdidas de más de 20.400 millones de euros, una sangría que podría taponarse (al menos en parte) si redirigen las horas invertidas en tareas básicas a labores de innovación, atracción de clientes y aumento de ingresos.

Mucho sector servicios y poca industria

Si hiciéramos un retrato robot de la empresa española, el resultado se parecería mucho a una terraza de tapas, con un atareado camarero atendiendo las mesas. El sector terciario, esto es, los servicios, representa más del 75,5% de la tasa de ocupados del país. Muchos de ellos llegaron rebotados de la construcción, defenestrada durante la crisis, lo que explica la subida de casi ocho puntos porcentuales respecto al 68% de 2008.

De albañiles a dependientes, reponedores o camareros. Bien, ¿cuál es el problema? Muy sencillo: la deficiente calidad de los empleos y su escaso valor añadido. Todo lo contrario ocurre en la industria, víctima de un maltrato que dura varias décadas y que ha vivido su último episodio con el anuncio del cierre de las plantas de Alcoa en Avilés y A Coruña. Y el panorama promete empeorar con un otoño ‘caliente’: varias plantas de producción están amenazadas de clausura o despidos colectivos, lo que adelgazaría aún más un segmento económico que apenas emplea al 12,5% de los trabajadores españoles.

En los últimos cuatro años, ambos sectores han crecido a un ritmo similar, en torno a un 11%. Sin embargo, la evolución del valor añadido bruto ha seguido caminos muy diferentes: en servicios el 10,6%; en industria, un 16,2%. Procedamos a poner esta información en cristiano: según la definición del Instituto Nacional de Estadística (INE), se entiende como valor añadido bruto la diferencia entre el valor de la producción y los gastos de explotación (compras de materias primas, gastos de producción, etc.), deduciendo los impuestos ligados a la producción y sumando las subvenciones. Así, los bienes y servicios utilizados en el proceso productivo son transformados a través de éste y adquieren un valor superior.

Por consiguiente, los números, que no mienten, dejan claro que el sector industrial aporta más valor a la economía que el de servicios. Además, los puestos de trabajo generados por aquel tienen una calidad superior a la media, como ponen de relieve próceres del mundo de los negocios como José Luis Bonet, presidente de la Cámara de Comercio de España.

Sueldos raquíticos

El reducido aporte de las actividades laborales dominantes en nuestro país enlaza con otro factor capital para la productividad: los salarios. Tanto el Banco de España (BdE) como el Fondo Monetario Internacional (FMI) avisan que el empleo que se ha creado en la era post-crisis se ha concentrado en áreas de poco rendimiento económico, en las que los sueldos son peores.

El BdE no cree que hayamos aprendido la lección. No hay cambio de modelo. El molde sobre el que se ha forjado el actual -y desacelerado- crecimiento es el mismo que el del anterior ciclo expansivo, y es bien sabido cómo acabó todo. El turismo ha recibido una inyección de esteroides y el sector inmobiliario ya ha salido de la UVI, pero lejos de los niveles del ‘boom’, mientras que el desglose dice que la hostelería destaca sobre el resto. Por tanto, la demanda se centra en mano de obra poco cualificada, cuya formación académica, en caso de tenerla, se convierte a menudo en un problema en lugar de un plus.

Con estos cimientos, es imposible que el mercado genere un aumento real de las remuneraciones, más allá de decisiones políticas sobre el salario mínimo. El economista y catedrático de derecho laboral Adrián Todolí defiende en su libro Salario y productividad (Tirant Lo Blanch, 2016) que los emolumentos altos aumentan el compromiso del trabajador y su sentimiento de pertenencia a la compañía, algo que se constata especialmente en los profesionales de alto nivel: desde hace más de una década, nos toca ver cómo un ejército de jóvenes españoles ultraformados -y ultraproductivos- ocupa puestos de responsabilidad en gigantes de Alemania, Reino Unido y EEUU, enriqueciendo con su talento la competitividad de firmas que no aportan nada a nuestro PIB. Y su formación la costeó el Estado.

En este sentido, el Informe Juventud Necesaria realizado por el Consejo de la Juventud de España deja patente que, de no frenar la tendencia migratoria, su coste entre 2014 y 2024 ascenderá a casi 60.000 millones de euros.

Cafés, cigarrillos y reuniones en las que se habla del tiempo

¿Qué hay de cierto en el sainete que muestra una oficina española presa de la descoordinación, llena de empleados desmotivados que cuentan los minutos hasta la hora en que consideran prudente irse a sus casas? Nuria Chinchilla, profesora del IESE, es taxativa al respecto: mucho. «Estamos mas horas de las que deberíamos en el trabajo, enfrascados en reuniones infecundas, pasilleos y cafetitos», lamenta en declaraciones a elEconomista.es.

«La causa de todo esto son unos horarios irracionales, muy extensos», expone Chinchilla, que alude a la «ley del tiempo» laboral para explicar que las jornadas maratonianas son contraproducentes: «Todo trabajo se dilata indefinidamente hasta ocupar todo el tiempo disponible hasta su realización. Si estás obligado a salir a las 20:00, sobrevives como puedes hasta esa hora, mirando el reloj».

«Si tenemos menos tiempo para hacer algo, lo hacemos con más diligencia», sostiene la docente, a la sazón especialista en dirección de personas y nombrada ‘mejor mujer directiva del año’ por la Federación Española de Mujeres Directivas, Ejecutivas, Profesionales y Empresarias (FEDEPE). Las jornadas que ocupan la práctica totalidad del día a las que alude son muy reales: los datos extraídos del INE revelan que el 51,2% de los ocupados tenían en 2017 jornadas laborales de 40 ó más horas semanales, mientras que el 42,9% tenía jornadas semanales de 40 a 48 horas. Y el 8,3% sufría interminables semanas de 49 y más horas de trabajo.

En su opinión, el particular huso horario de nuestro país tampoco ayuda. «Nuestro reloj interno sigue al sol, y aquí estamos con 2 horas de diferencia respecto a nuestro horario real».

La gestión humana del personal es, para ella, capital a la hora de extraer el jugo productivo al proyecto. A este respecto, Chinchilla clasifica a los jefes en tres categorías principales: la primera engloba a aquellos que viven en un mundo «mecanicista» y piensan en las personas como piezas de un engranaje. «Estos directivos no merecen tal nombre», dice. «No sólo no motivan, sino que provocan estrés, frustración, miedo… Han crecido con códigos del siglo pasado, hechos por y para hombres, con familias de estructura patriarcal que a veces han roto».

En el segundo grupo están los directores que no han asumido el rol de líderes motivacionales modernos, pero que al menos no acosan física y psicológicamente a sus subordinados. Este segmento es el más «habitual» a día de hoy.

Por último, existe otra generación de directivos más realistas, con una vida más amplia, «que son conscientes de que no por tener mayor flexibilidad la gente trabaja menos, sino todo lo contrario». Se trata de individuos que trabajan por y para su equipo, acaudillando el proyecto a través del ejemplo, con las miras puestas en metas y no en códigos burocráticos.

Es esta nueva hornada la que da a Chinchilla esperanzas de que, algún día, los españoles concilien y a la par alcancen la excelencia profesional, en lugar de salir del trabajo a la luz de las farolas. «Los cambios culturales exigen muchos años, pero desde que empezamos a hablar de esto se empezó a ver la evolución» -dice- «La nueva generación no quiere presentismo, quiere objetivos. Estamos pasando de una visión mecanicista a una visión humanista».

Noticia extraída de: eleconomista.es